Cuando recibas este texto, llamarlo carta me suena tan extraño, tan anacrónico (justo por eso me he rehusado a empezarlo como tal), todo habrá pasado ya. Quizá ya te hayas enterado, hoy en día las noticias corren como regueros de pólvora. Si te enteraste, pensarás que es una broma macabra. Te aseguro que no lo es y puedo demostrarlo. Ya sabes, con una de las tantas historias que compartimos y que solo conocemos tú y yo. Podría escoger para convencerte de la legitimidad de este escrito, algún momento embarazoso, mío o tuyo, pues hay bastantes de dónde elegir. El problema con este tipo de anécdotas es que son las que con mayor facilidad compartimos a los demás cuando la distancia y el tiempo las enfrían. Así que prefiero utilizar un momento irrelevante, porque lo intrascendente no se ve amenazado por la asfixiante carga que suponen los secretos (otro tipo de historias que cumplen con los requisitos para este propósito), y ante la que tarde o temprano terminamos cediendo y descargándola en alguien más (¡si yo sabré acerca de eso!, y pronto lo sabrás tú, si es que no lo sabes todavía). Desafortunadamente, lo cotidiano tiende al olvido y es por eso que necesito un marcador que se haya asegurado de fijar el contexto en nuestra cabeza, haciendo mucho más fácil recordar lo que aconteció un poco antes o después. El momento es este: Tú y yo solos en mi carro varados en medio de una lluvia torrencial mientras nos dirigíamos a la siguiente locación donde habríamos de continuar la velada con los demás (creo que íbamos hacia El infinito, pero no estoy completamente seguro). Hablamos de cómo preferiríamos morir si pudiéramos escoger, bueno, en realidad hablamos de muchas cosas más y numerarlas todas supongo que sería innecesario además de inconveniente para mis planes, así que me centraré en esa parte de la conversación que hoy tendrá que fungir como documento de identificación. Después de bromear, comentar y discutir varias posibilidades que variaban desde modos pocos probables y nada serios (irse en un orgasmo), hasta las más clásicas y deseadas (hacerlo mientras duermes), tú me preguntaste qué preferiría escoger: el cómo, el dónde o el cuándo. Ambos concordamos en el cómo sin casi discutirlo siquiera y con eso el tema se agotó tan espontáneamente como comenzó. Solo espero que no hayas olvidado esa noche porque tenía planeado que estas líneas fueran acompañadas de tu pulsera que me apropié, ¿recuerdas cuál?, la de hilos naranjas, azules y cafés, y que con ella las dudas que aún pudieras tener desaparecieran. Desafortunadamente, por más que la busqué, no la encontré, y ambos tendremos que conformarnos con la noche del carro y (o) el recuerdo de la pulsera para asegurarte de que el autor de este texto es quién dice ser. Quiero pensar que será suficiente y que podemos dar por zanjado este asunto. Ahora, antes de seguir adelante tengo que pedirte un favor: cuando termines de leer esto, destruye toda evidencia de su existencia y hagas lo que hagas, por favor, aunque yo ya no estaré aquí para exigirte cumplir con este deseo mío, guárdate para ti, y solo para ti, todo su contenido. Si no te has enterado, te preguntarás por qué ahora, después de tantos años de silencio, y por qué por este método tan inusual hoy en día. Tres interrogantes que no tardarás en despejar. Porque la tercera es el motivo, y por ahí es por donde quiero empezar, ya que hay una gran probabilidad de que conozcas la respuesta de la primera. La razón es que quiero que alguien sepa la verdad. Y te he escogido a ti. Que no se te haga tan raro, sí, son muchos los años en los que no hemos estado en contacto, a pesar de eso, yo sigo sintiendo una conexión especial contigo, una conexión que ha sobrevivido el tiempo y la distancia. Qué importa que hayamos tomado las decisiones equivocadas en esos días que se antojan tan remotos. La verdad es que seguido me sorprendía pensando en ti, en nosotros, en esos tiempos que sin duda eran más fáciles. Y si he hablado en pasado, es porque, como ya te lo había adelantado, o como quizás tú ya lo sabías desde antes, cuando estés leyendo estas líneas ya no estaré vivo. No tengo miedo de decirlo con todas sus letras: Me voy a quitar la vida, o me la habré quitado ya, para quien escribe y lee, respectivamente. Porque hay algo inquietante en esta comunicación, algo que trasciende el tiempo, la vida y la muerte. Es como si se abriera un canal que desafía las reglas más básicas del universo y nos conecta a ti y a mí, a la vida y a la muerte. Aunque no tiene mucho sentido reflexionar en estas cosas cuando hay tantas otras mucho más apremiantes. Y la primera es que con todo y las razones que me empujan a terminar con mi existencia (las abordaré más adelante, lo prometo), hay también una que no me permite hacerlo por maneras comunes: la consideración a todos los seres que tienen, o alguna vez tuvieron, cariño, apego, amor o sentimientos de cualquier clase como para considerarme una persona importante en su vida. Ya sabes lo que dicen del suicidio, que no resuelve los problemas, solo los pasa a alguien más. Bien, pues es justo eso lo que yo quiero evitar. Me estoy tomando muchas molestias para que todo parezca un simple y mundano accidente. Y tal vez que te lo cuente es una tremenda contradicción, un enorme despropósito para mis fines, porque te estoy dando la capacidad de infligir un sufrimiento extra a algunas personas, pero justo por esa razón te he escogido a ti entre todas las personas. Por tu incapacidad para desear el mal a alguien, y por consiguiente, y con toda razón, para obrar de tal forma que le causes sufrimiento a cualquiera. Sin embargo, ya no puedo estar seguro de que sigas siendo la misma persona que hace diecisiete años. Tampoco estoy seguro de que yo sea la misma persona que era en aquel entonces, mucho menos que sea la persona que tú conocías. Aún con todas estas incertidumbres, no puedo dejar de escribirte la verdad. Me he preguntado una infinidad de veces qué es lo que gano haciéndolo. Sigo sin saber contestarme. Sé que al principio te decía que necesitaba que alguien fuera testigo, que alguien supiera la verdad y que de esta forma pudiera evaluar si tuve éxito o no en esta empresa de muerte y de consideración. Matarme y hacerlo parecer un accidente. Si uno de los dos fallara las consecuencias serían terribles. Pudieras asombrarte, pero no sé decirte cuál me pesa más, porque si en algo no he cambiado es en mi aversión al egoísmo. Podrás creer que quitarse la vida es un acto profundamente egoísta, aunque en realidad no es matarte el problema, sino el acto en sí. Uno puede privarse de la existencia con toda tranquilidad siempre y cuando los demás no se enteren de que uno lo ha hecho. La vida y la muerte son prerrogativas personales, el cómo, cuándo y dónde son colectivos (de seguro ahora entiendes porque escogí esa conversación). Así que, ejerciendo mi derecho y respetando el de los demás, todos felices, bueno, felices quizás no sea lo más acertado, dejémoslo en todos tranquilos. No puedo darme el lujo de fallar. Se me está ocurriendo pedirte el favor de que en caso de que los dos objetivos se cumplan, dejes en mi tumba un ramo de nomeolvides blancas, y en caso de que no logre hacer pasar mi muerte por un accidente, es decir, que exista el mínimo asomo de duda en la naturaleza del incidente (dado que no hay nada peor que la incertidumbre, nada, ni siquiera el conocimiento irrefutable de la más dolorosa verdad, pues la incertidumbre te va carcomiendo por dentro y nunca se detiene, nunca te da sosiego), en ese caso, puedes dejar un ramo de las flores más oscuras que encuentres, no se me ocurre ninguna de momento con estas características. Dudo que llegue a enterarme del resultado y, pensándolo bien, si pudiera llegar a darme cuenta de qué tipo de flores hay sobre mi tumba, bien podría yo comprobar el éxito de mis empresas. Mejor olvida todo este despropósito de las flores que no tiene ningún sentido. Me gustaría decirte que tendré el tiempo suficiente para escribirte de nuevo y eliminar este desafortunado desliz momentáneo. La verdad es que ya tengo el tiempo bien encima. Dentro de cinco días, si todo sale bien, depositaré esta carta (sigo sin acostumbrarme a llamarla así) y culminaré con los últimos y decisivos pasos del plan que ya lleva un buen tiempo en ejecución. Un poco más de cinco días me restan en este mundo, exactamente: ciento treinta y un horas, y déjame decirte que todas ellas están destinadas a cumplir un propósito, de la misma forma que muchas de sus antecesoras ya lo fueron también. Estoy seguro que te va a sorprender saber cuánto tiempo llevo planeando todo este asunto. Hace trescientos cincuenta y nueve días me prometí a mí mismo que al término de un año, me quitaría mi vida. No tienes idea de lo liberador que ha sido para mí. A pesar de lo que se pudiera pensar, la angustia jamás se ha apoderado de mí. Tampoco ha habido un momento en el que haya querido cambiar de opinión, ¡y vaya que me han sucedido muchas cosas buenas a lo largo de este año! Creo que la clave radica en que yo busco mi propio fin, nadie ni nada me lo impone y eso ha hecho que mi año sea especial. Y hay más que eso, cuando la vida de una persona es truncada por un evento desafortunado, no recibe advertencia alguna. La muerte lo toma desprevenido y jamás llega a enterarse de su fecha de expiración. Su último día, bueno, en realidad todos sus últimos días, aunque el efecto es más fuerte y claro en el último, se ahoga en un mar de cotidianidad, se desperdicia por completo. Ahora bien, un enfermo terminal tiene la ventaja de saber que las moiras están afilando las tijeras, solo que no puede aprovecharlo como quisiera por sus carencias y problemas de salud. Imponer tus condiciones y tus tiempos te brinda un revulsivo incomparable para aprovechar los recursos disponibles. Son todas ventajas. Y tienes que creerme cuando te digo que la sensación no tiene nada que ver con la pálida imitación que la filosofía barata de los libros de autoayuda vomitan con sus “vive cada día como si fuera el último''. Una vez que sabes que la cuenta regresiva está en marcha no te andas con tarugadas y tomas realmente la vida en tus manos. La principal objeción que nos ponemos cuando un pensamiento fugaz de este tipo nos llega a sorprender, en lo más oscuro y recóndito de nuestro cerebro, es la renuncia al tiempo de calidad que podríamos tener por delante, la tendencia natural que nos impele hacia esa apuesta que tiene como motivación maximizar nuestras ganancias. No tengo argumento contra eso, es imposible tenerlo. Hay gente que quiere vivir, y habemos otros pocos que no estamos tan interesados en continuar. Pareciera que estoy tratando de justificarme, mas no es el caso, solo estoy tratando de demostrarte que no estoy desquiciado, al menos no completamente, por querer terminar imponiendo mis condiciones. Suficientes palabras al respecto, mejor prosigo con lo que pasó después de tomar la decisión. Lo primero que quise hacer fue experimentar. No tengo porqué esconderlo y menos a ti, que te estoy contando mi secreto más grande. Drogas, al principio. Mariguana, peyote, ayahuasca, éxtasis y cocaína. Cabe aclarar que lo hice con bastante disciplina, y solo me lo permití durante el primer semestre con miras a que si las cosas se ponían sospechosas no encontraran rastros en mi organismo. Nunca está de más ser precavidos.Y si yo te ando presumiendo de la libertad que tuve, aún estando limitado por mi consideración para quienes mi muerte tiene un significado real, no puedo imaginar lo que la verdadera, o mejor dicho, absoluta libertad se ha de sentir. Olvidarse de las consecuencias de una sola vez y dar rienda suelta a cualquier impulso. En fin, volviendo a lo de la experimentación, como bien decía, las drogas solo fueron el principio, le siguieron los deportes extremos, las experiencias sexuales con las que tanto fantaseamos y no nos atrevemos a llevar a cabo, y las otras experiencias sexuales, las que nunca imaginamos, pero que son tan gratificadoras, o incluso más, que las que sí. Sin embargo, hay que tener muy poca imaginación para quedarse ahí. Fui también tras la adrenalina, la serotonina, la endorfina, la dopamina y la oxitocina por medios más complicados que los de las sustancias psicoactivas, las situaciones de riesgo o las actividades sexuales, pero con mejores recompensas. Hice de todo. No quiero aburrirte con una larga enumeración de mis experimentos y correrías, y aunque quisiera, no me lo permitiría mi ajustado calendario, además, todavía tengo un buen número de temas que tocar y explicaciones prometidas antes de despedirme. Solo quiero puntualizar que fue un gran año, muy provechoso, hasta una novia me eché (otra razón para ser considerado). Sé lo que podrías pensar, sin embargo, no, no movió ni un ápice mi determinación. Ahora pensarás que no la quiero de verdad, pues ¿cómo puede ser posible que siga adelante con esto cuando tengo una relación sería?, ¡y en la fase inicial!, cuando todo es maravilloso. Supongo que te das cuenta que no tengo razones para mentir después de estas confidencias que te estoy haciendo, así que podemos descartar la falta de honestidad. Se podría argumentar que me engaño yo solo, que lo que siento no está sujeto a una objetividad por lo particular de mis circunstancias, pero ese argumento puede funcionar para los dos lados, ¿por qué no han de ser más auténticos mis sentimientos por esa misma razón? Yo no puedo jugar con un hipotético “para siempre”. No podía darme el lujo de desperdiciar un tiempo muy limitado en una relación en la que cupiera la más pequeña duda. Puedo decirte con toda la convicción de la que soy capaz que no había sentido algo así por alguien desde que conocí a mi expareja. Quién sabe si te acordarás de ella. Cuando nos encontramos por última vez, algún tiempo después de que perdimos contacto, yo iba con ella. Fue en ese restaurante del centro que tiene los techos adornados con lazos de colores. Tú ibas con un grupo de mujeres, amigas de trabajo, según me dijiste. Y yo te presenté a mi ex, que en ese tiempo era mi novia. ¿Cuánto hace de eso, unos trece años? Pues me casé con ella algunos años después del que sería (solo que ni tú ni yo lo sabíamos) el último encuentro, me refiero al nuestro, tuyo y mio. Quisiera decirte que dude mucho en si invitarte a la boda o no. La verdad es que nunca me pasó por la cabeza. La felicidad es un sentimiento elitista, no se trata con la nostalgia o la melancolía. No fue hasta que las cosas se empezaron a torcer cuando empecé a añorar aquellos tiempos cuando la simpleza marcaba el paso de nuestras vidas, cuando las preocupaciones brillaban por su ausencia y no teníamos más pretensiones que pasárnosla bien. Mi matrimonio duró unos buenos tres años, y el “buenos” no está de oquis, cumple enteramente su objetivo porque, si bien nos divorciamos siete años después de la boda, el resto del tiempo fue una continua zozobra. Mi exesposa sigue siendo una persona muy especial para mí y es justo por eso que fue una de las cosas más dolorosas de mi vida el darme cuenta que no funcionábamos bien, que el resultado de nuestra adición era negativo. No sé si alguna vez te ha sucedido algo similar, espero que no, porque hay pocas cosas que te desmoralizan de tal forma como darte cuenta que a veces no importa tanto el amor, que las circunstancias, que los detalles, que hasta nuestras personalidades, conspiran para matarlo, para ahogarlo, y lo que es peor que todo, a veces despacio, sin ninguna prisa, para causar una impronta más profunda, para convencerte de que los finales felices los inventamos para seguir adelante en un mundo donde el gris es el tono predominante. Así que sí, sé lo que es el amor y sé también lo que significa perderlo, y por lo tanto puedo proclamar que mis sentimientos por mi novia son veraces y auténticos, naturales, y no deformados por esta experiencia única que pronto llegará a su fin. Habría tantas cosas que me hubiera gustado contarte, pero no por esta absurda y anticuada carta, si no en vivo, aventarnos una de esas noches en las que intentábamos encontrar sentido a un mundo que ni siquiera se había revelado del todo a nosotros. Quizás extraño la juventud y toda nuestra inexperiencia casi del mismo modo que extraño nuestra amistad. Soy consciente de que la relación que llevamos estuvo supeditada por completo a las circunstancias de su tiempo, tan es así que no me engaño creyendo que hubo motivos ocultos que impidieron su trascendencia a lo largo de los años. Sin embargo, no puedo evitar creer que a la vez fue un lazo especial que nos marcó a los dos de forma duradera. Y es a esa creencia a la que me aferro para contactarte con este objetivo que, quizás, se pueda juzgar de macabro, pero que es radicalmente lo opuesto: una fe en que somos capaces de dejar una marca significativa en las personas que alguna vez se cruzaron en nuestro camino. Pero ya basta de sensiblería y filosofía barata, mejor cierro esta, otra vez, anacrónica carta contándote cómo fueron (serán) mis últimas horas. No hubo (habrá) emociones fuertes, digo, no aparte de las intrinsecamente adheridas a las despedidas, que esta vez serán unilaterales y veladas, escondidas en una normalidad insulsa para lograr la más sublime consideración hacia los demás. Un buen café en la mañana, un abrazo a los viejos, una reunión con los amigos, un atardecer, la carretera acompañada de buena música, el silencio de la noche roto solo por el cantar de los grillos, la frescura de las sábanas, los cinco minutos antes de pararnos de la cama, el agua tibia sobre la cabeza, la comida casera, las nubes moviéndose en el cielo, la noche plagada de estrellas, el olor de la tierra mojada. Verás que no fui (soy) muy exigente. Las pequeñas cosas, es eso lo que escogí (escojo) para mis últimos días. Porque es en las pequeñas cosas dónde está la vida, esa que siempre nos pasa desapercibida por estar esperando los grandes acontecimientos, y es que si hay alguna certeza que me llevo de este mundo plagado de incertidumbres, es que no hay nada que retrate mejor la naturaleza humana que la contradicción.
Hasta siempre.
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