Esa fue la primera vez que entendí a lo que Raymond Carver se refería cuando hablaba de amor. El cambio no fue repentino, no hubo una transformación visible, pero aquella noche sabía que estábamos muy lejos de lo que solíamos ser. Y la incógnita que se ha repetido incontables veces en la historia se tradujo en mi cabeza en la pregunta ¿qué nos pasó? El tiempo y su erosión fue la respuesta que me dí entonces, aunque hoy sé que más bien la tristeza fue la primera respuesta. Una reacción por entender que ya no había vuelta atrás, las cosas se habían torcido de manera irremediable, no había correción de curso posible. Estoy seguro que ni siquiera sabes quién es Raymond Carver, a pesar de que en muchas ocasiones te hablé de él. Y ese tipo de cosas, que al principio carecen de importancia, que perdonas y hasta las ves como una particularidad encantadora, se vuelven insufribles con el correr de los años. No tengo ganas de explicarte de nuevo quién es Raymond Carver. Si es que acaso te interesa, investígalo. Solo te diré que él se obsesionó con lo que nos pasó a tí y a mí. Porque nuestra historia no es nueva, es, por el contrario, la historia más vieja del mundo. Nos dejamos de querer. En eso se resume todo. El cómo es el que nos debería interesar. Pero, ¿nos interesa de verdad? No puedo hablar por ti, hace mucho que ya ni siquiera lo intento, solo puedo hablar en singular con certeza. Tú, mejor que nadie, sabes lo que significa, tú, que lo has vivido con anterioridad y que te prometiste a ti misma que no te volvería a pasar. Mas dejemos atrás las historias ajenas para enfocarnos en la nuestra, en la que está por convertirse en ayeres. No me di cuenta cuándo empezó, hoy apostaría por ese domingo de abril en que hablamos sobre el futuro de la relación. ¿te acuerdas de ese día? Un día caluroso, incluso para estas latitudes. Comíamos esa ridícula ensalada que te gusta hacer cuando tienes flojera de preparar algo más en forma. ¿Qué cabía en nuestro futuro? Esa era la cuestión aquella tarde. ¿Cabían los hijos? Un tema que no nos era ajeno, pero que siempre nos limitabamos para no hablarlo a profundidad. Ambos conocíamos nuestras opiniones al respecto. Un sí incondicional a los hijos y un no ahora, quizás más adelante. Ese día el no circunstancial se trocó en definitivo, de buenas a primeras, de la posibilidad se pasó a la negación. Un cambio sin aviso previo, un cambio injusto. Hubo lágrimas, hubo disculpas por el sufrimiento causado, hubo bromas para restarle seriedad al momento. Hubo también, concesiones: “No me interesan los hijos pero estoy dispuesto a tenerlos para hacerte feliz a ti.” Te cuento esta historia a pesar de que la viviste porque puede ser que no la recuerdes en primera instancia. Fue en ese momento cuando me dijiste que no querías que hiciera ese tipo de sacrificios por ti. Yo te respondí que no dudaría ni un momento en hacerlo para estar contigo, aunque después te pregunté si tú lo harías también. No te lo estaba pidiendo, solo quería saber si tú renunciarías a tener hijos por mi. Te pedí que lo pensaras, te dí el tiempo necesario para que lo reflexionaras, solo a cambio demandaba sinceridad. Contestaste que lo pensarías, pero yo ya tenía mi respuesta, la leí en tu cara al hacerte la pregunta. Todas las relaciones suelen estar desequilibradas, al fin y al cabo son personalidades diferentes las que las forman, sin embargo, cuando existe una diferencia tan dispar entre lo que cada uno está dispuesto a dar por el otro la relación tiende a naufragar. Ese día, creo, fue la primera estocada seria, hoy puedo decir todo esto porque veo las cosas en retrospectiva, con toda la información a mi disposición, en aquel entonces no fui capaz de entender las implicaciones de lo que leí en tu rostro. Podrás decir que fui yo quien dinamité la relación, con mi actitud, con mi ensimismamiento, con el haberte dejado fuera de todo lo mío. La verdad es que, como lo escribí más arriba, fue algo gradual, algo que se fue alimentando de nosotros y nuestros defectos como pareja. Porque todos los defectos pasan a cobrar factura, hasta los más pequeños e insignificantes, tal y como podemos constatar ahora. Tú casi no estabas, no digamos para mí, sino que simple y llanamente no estabas, físicamente estabas en otros tantos lados y yo aprendí a vivir sin tí, no caí en la cuenta, pero dejaste de ser necesaria, ya no reclamaba tu presencia y lo que tanto presumíamos como independencia terminó borrándonos. Yo me cerré y tú apenas lo notaste, estabas tan ocupada que no te alcanzaba el tiempo para todo lo que querías hacer y descuidaste lo que entendías como lo más seguro. Después vinieron las peleas, las provocaciones que te hacía sin razón. Tú me veías divertirme a tus expensas, y el rencor fue creciendo entre ambos, socavando los pocos cimientos que quedaban en pie. El amor se fue y solo quedó la rutina. Esa fuerza exultante que es la cotidianidad y que poseé una de las inercias más poderosas del mundo. Ya no había nada, solo que no lo sabíamos. Y todo eso nos lleva a aquella fatídica noche. La noche del accidente. La noche en que las cosas terminaron de torcerse. Pensamos que habíamos tenido suerte, ¿recuerdas?, unos cuantos rasguños, otros tantos moretones, un esguince y una fractura. Una nada para la magnitud del accidente. Después del susto inicial y de las horas en el hospital vino esa extraña euforia, al fin y al cabo, estábamos vivos. Yo estaba contento de estar vivo, tú estabas contenta de estar viva, pero, ¿estábamos contentos por que el otro estaba vivo? Cuando nos acostamos esa noche le di muchas vueltas a esa pregunta, buscando, y no encontré ningún sentimiento que respaldara la respuesta afirmativa a esa interrogante. No es que te quisiera muerta, nada más alejado de mis pensamientos, porque si tú murieras la tristeza me embargaría todos los demás estados de ánimo. De todos modos, aquella noche me importaba más estar vivo que tú lo estuvieras, y eso fue el detonante. No sé si tú te preguntaste lo mismo esa noche o más adelante, yo creo que si no lo hiciste de manera consciente lo hiciste a un nivel más bajo. La brecha creció desde entonces y no se detuvo hasta convertirnos en extraños, y más que eso, en extraños incómodos. Personas que representan molestias. El simple alejamiento transmutó en agria convivencia y de allí evolucionó a una fría indiferencia. Al final, la burbuja con todo lo poco que quedaba de nosotros reventó. Hoy es el testigo del desenlace de esta historia. Me voy cuando no estás, y cuando yo casi tampoco estoy, porque la relación no se desgastó sola, nosotros también nos desgastamos y hoy somos menos personas que lo que solíamos ser. No quise esperarte y no por cobardía, me voy así porque ya no merecemos un final mejor y con toda probabilidad a ti te de igual. Aquella noche del accidente entendí de lo que Carver hablaba cuando hablaba de amor, hoy me gustaría entender de lo que Shakespeare hablaba cuando decía que el amor no es amor si se altera cuando encuentra alteraciones.
Museografía de lo incierto
Copyright © 2024 Museografía de lo incierto - Todos los derechos reservados.
Con tecnología de GoDaddy
Usamos cookies para analizar el tráfico del sitio web y optimizar tu experiencia en el sitio. Al aceptar nuestro uso de cookies, tus datos se agruparán con los datos de todos los demás usuarios.